La invasión catalítica de Napoleón a la Península Ibérica en 1808 tuvo efectos profundos más allá del Atlántico, impulsando una cadena de consecuencias no deseadas que transformaron al Imperio en un desarreglo. El soberano español fue secuestrado y retenido como rehén por los invasores y un nuevo régimen bajo el liderazgo del hermano del emperador francés, José I, fue impuesto a todo el país. Los españoles que consideraban a Napoleón una extensión de los ideales de la Revolución francesa y el toque de difuntos para el absolutismo borbónico dieron la bienvenida a los agresores y declararon su lealtad al nuevo orden. La mayoría, sin embargo, desafiaron a los intrusos. Como respuesta, las regiones étnicamente diversas de España formaron sus propios gobiernos locales en oposición a los franceses y en apoyo del Rey cautivo. Así nació la Guerra de la Independencia Española. Las acciones peninsulares llevaron eventualmente a la creación de un Consejo de Regencia que pretendía representar a toda la nación. El problema fue que sus ejércitos repetidamente fallaron en el campo y los españoles en todos lados perdieron su fe en la capacidad del Consejo para gobernar. Esta situación llevó en última instancia a la formación de las Cortes españolas en 1810 que incluían la representación de los dominios imperiales de ultramar. Sin embargo, cuando los gobiernos locales en América se enfrentaron a la cuestión central de la lealtad a una causa común, las opciones estaban lejos de ser claras. La cuestión pronto fermentó en la pregunta más amplia de lealtad a quién. Una posibilidad era el nuevo monarca francés. Otra era el Rey español rehén. Una tercera era una solución de compromiso en las estructuras imperiales existentes, como los virreinatos y capitanías generales, bajo los jefes nombrados por Fernando. Una cuarta era la floreciente oposición nacionalista en la “patria” —primero hacia el Consejo de Regencia y luego hacia las Cortes. Finalmente, los locales podían recurrir a precedentes históricos de la Reconquista medieval y proclamar la autonomía de los autogobernados cabildos locales. La complejidad de este intrincado proceso se vio más complicado en 1814 con la reinstalación de Fernando VII.  Inmediatamente se volvió hacia aquéllos que habían peleado en su nombre y envió una masiva expedición militar para recuperar sus posesiones transatlánticas para su gobierno absolutista. El Rey fue depuesto nuevamente en 1820, sólo para recuperar su trono en 1823 con la ayuda de la mismísima Francia. Dado el abanico de alternativas para los miembros de tan extenso, desconectado y multifacético Imperio, no es sorpresa que los distintos locales inicialmente hiciesen elecciones diferentes. O que los eventos se fueran completamente de manos y que muchas regiones prosiguieran por el camino de la eventual independencia. 

Dos textos recientes tratan sobre esta dinámica de lealtad. Preaching Spanish Nationalism Across the Atlantic de Scott Eastman examina cómo el liberalismo se intersectó con el catolicismo para crear una nueva ideología en defensa de la nacionalidad española, logrando ayudar a derrotar a las armas francesas en la Península pero fracasando en Nueva España donde la misma síntesis paradójicamente sirvió para fortalecer la causa de la independencia mexicana. [8] La colosal compilación en tres volúmenes de José Antonio Escudero intitulada Cortes y Constitución de Cádiz: 200 Añostambién incluye ensayos de académicos de primera línea que exploran el significado de la lealtad en América bajo las luchas políticas que disparó la invasión francesa. Aunque la intención de la obra no es analizar el realismo en sí, las visiones consideradas en los dieciocho ensayos que específicamente tratan de América, demasiado numerosos para reseñarlos aquí, proveen una fascinante mirada de las diversas facetas de la cuestión de la lealtad confrontada por los súbditos españoles de allí. 

Un componente integral de la cuestión de la lealtad también concierne a los grupos subalternos en Hispanoamérica que defendieron las prerrogativas de la Corona. Dos estudios recientes proveen un análisis detallado de las elecciones que confrontaron los pueblos indígenas, los descendientes de africanos y los de antepasados mixtos, y las conexiones de esos grupos con los eventos macro. Los resultados a primera vista parecen presentar extrañas contradicciones, por ejemplo, los indios alguna vez conquistados que se ganaron el respeto de los españoles por su continua lealtad, así como los criollos de antepasados españoles generaban sólo desprecio peninsular por su rebelión. Una clave de la lealtad defensiva en Santa Marta fue el apoyo que las élites locales recibieron de los indios rurales que entendían que el apoyo al Rey era la manera de mantener sus privilegios bajo el sistema imperial reinante. Los indios caquetíos de Coro en Venezuela del mismo modo apoyaron a los españoles como forma de preservar su status como “libres”, garantizado por un acuerdo diplomático con España en 1527. Otro estudio explora las distintas lealtades entre los negros.

Estas observaciones demuestran que el realismo hispanoamericano conlleva el potencial para convertirse en campo de estudios históricos mejor desarrollado, del mismo modo que ya ocurre del lado británico americano con los “Loyalists” de la Revolución americana.  Las posibilidades de investigación son infinitas. Los estudios recientes sobre la volatilidad política, la religión, la ideología realista y la subalternidad mencionados aquí son la punta del iceberg. Aforando de lo que estas investigaciones y otras anteriores han develado a la fecha, la lucha por la independencia puede no haber sido tan tranquilizadoramente transparente como alguna vez se supuso. 


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